La tecnología es maravillosa, cuando se usa a la edad correcta y con propósito. Pero lo que estamos haciendo hoy no es educación digital: es abandono digital. Por más que he tratado de digerirlo y de comprenderlo, no llego a entender las razones por las cuales muchos colegios no solo siguen permitiendo el uso de celulares, sino que además promueven la educación a través de las tabletas. ‘Bendita’ fue la hora en la que a varios centros educativos, sobre todo los privados, consideraron que era una maravillosa idea que sus alumnos estudiaran con iPads.
Tan solo un poco de sentido común sería suficiente para saber que en la mayoría de los niños, el acceso a tan temprana edad a celulares y tabletas es más perjudicial que beneficioso. No hace falta acudir a los cientos de estudios que hablan sobre el tema. Tan solo hay que abrir los ojos para observar el enajenamiento de los jóvenes de la vida social; o hablar con un par de psicólogos para conocer la disparada de las consultas por problemas de salud mental en los adolescentes.
Que la tableta da acceso a herramientas de aprendizaje increíbles, que ofrecen un abanico de información único, etc. En la teoría, claro, suena grandioso, pero la realidad dista una galaxia y media de ese anhelo tan pendejo como ingenuo. La realidad nos dicta algo muy distinto. Los adolescentes, con un celular y un iPad en la mano, se han ido retrayendo de lo social, de desarrollar las habilidades que han permitido a los humanos llegar tan lejos.
Hoy tenemos a una juventud cada vez más depresiva, sumergida en burbujas digitales peligrosísimas a las que los papás no tienen acceso. Nuestros adolescentes son cada día más influenciables, inseguros y frívolos. ¿Leer para qué? ¿Estudiar para qué? ¿Escribir con un esfero? ¡Ja! Pero, señores, el cerebro de un niño no está diseñado para manejar la dopamina que disparan las redes. No es un tema moral: es neurobiología.
Puede que gran parte de la culpa la tengan los papás, que les dan celulares a sus hijos y que los meten a colegios laxos con las políticas de uso del celular y que enseñan a través del iPads. Pero los colegios, esas cunas del saber que tienen la loable tarea de educar a las nuevas generaciones, también llevan del bulto. Falta de originalidad, mediocridad o pérdida de valores. No sé cuál de las anteriores, pero en la educación de ayer, cuando se enseñaba con libros, se logró construir el avanzado mundo en el que vivimos.
Los adolescentes, con un celular y un iPad en la mano, se han ido retrayendo de lo social, de desarrollar las habilidades que han permitido a los humanos llegar tan lejos
Me pregunto si los rectores no tienen acceso a informes como el de la American Psychological Association, que revisó 117 estudios y más de 292.000 menores, y concluyó que un uso elevado de pantallas se asocia con mayor riesgo de problemas emocionales y de conducta en niños –ansiedad, depresión, conducta agresiva o hiperactiva, dificultades de atención– y que a su vez esos síntomas fomentan aún más el uso de pantallas.
No solo eso, otras investigaciones vinculan el uso prolongado de pantallas en adolescentes con efectos negativos para su desarrollo cognitivo, emocional y físico: retrasos en el lenguaje, problemas de atención, deterioro en habilidades sociales, trastornos del sueño, sedentarismo y hasta riesgos de sobrepeso u obesidad. Hoy no es raro ver en el partido de un colegio a los niños que están jugando en la banca mirando la pantalla sin prestarles atención a sus compañeros en la cancha. Australia acaba de prohibir el acceso a las redes a los menores de 16 años. Francia evalúa prohibir el celular en los colegios. Si nuestros colegios no ayudan, ¿a qué está esperando el Gobierno para ser espartano en esto? Si un Estado permite que empresas tecnológicas diseñen la infancia de sus ciudadanos, ese Estado renunció a gobernar.
Todo lo anterior, queridos lectores, no es opinión: es un problema de salud pública global.
DIEGO SANTOS
Analista digital
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